Comentario
Para Japón, la batalla de Leyte representó el final de su Marina de superficie, que desde entonces sólo desarrolló funciones auxiliares. Para un imperio marítimo que tenía como metrópoli un archipiélago, éste era el fin.
La política americana no abandonó, sin embargo, su manera excesivamente militar de considerar la situación. Una vez dominada la Marina japonesa, el problema militar debía pasar a segundo término, en función de las necesidades políticas que, a diferencia de Europa, estaban en el Pacífico a merced de los Estados Unidos, sobre quienes recaía el esfuerzo bélico.
La diplomacia americana continuó, sin embargo, fiel a la implicación de la URSS, aunque tras la batalla de Leyte ya no tenía finalidad una ofensiva desde Siberia y era más rentable llegar a una paz negociada con Japón que ofrecer a Stalin participación en el botín a cambio de intervenir tardíamente en la guerra.
En 1941, la potencia industrial japonesa representaba un 10 por 100 de la norteamericana, pero la mayor parte de los alimentos y materias primas debían llegar, por vía marítima, desde Manchuria y Corea, de modo que el dominio marítimo era la clave de la pervivencia japonesa.
Una vez barrida la flota de combate y destruidos la mayor parte de los mercantes por los submarinos y los aviones americanos, el tráfico marítimo japonés estaba estrangulado.
Entre las existencias de 1941 y las construcciones y capturas de la guerra, Japón totalizó alrededor de diez millones de toneladas de barcos mercantes, de las que casi nueve millones fueron a parar al fondo del océano. Bastaba intensificar las destrucciones contra el millón de toneladas restantes para que el Japón quedara literalmente en la indigencia.
La insistencia de los militares y marinos americanos, deseosos de una victoria rotunda, obligó a proseguir la conquista de las islas y debilitó la postura diplomática frente a la inteligente política de Stalin. Entre tanto, las operaciones terrestres continuaban en la isla de Leyte, donde había una sola división japonesa y cinco aeródromos. Los americanos tomaron todos los campos de aterrizaje y desbarataron la resistencia japonesa antes de que llegara un refuerzo de cinco divisiones, enviado desde Luzón.
La base principal de la isla era Ormoc, que no pudo ser tomada porque las lluvias entorpecieron las operaciones. Los japoneses aprovecharon la coyuntura para enviar más refuerzos -a pesar de las destrucciones de transportes- y elevar sus efectivos en la isla a 60.000 hombres.
Los americanos tenían ya 180.000 en tierra y los combatieron con un nuevo desembarco cerca de Ormoc, que logró reducir la resistencia. Cerrada la posibilidad de recibir suministros, la guarnición resistió dos semanas, mientras los kamikazes mantenían una durísima ofensiva contra la flota americana.
Para desorganizar la resistencia japonesa, impedir sus comunicaciones y poner Manila al alcance de su aviación táctica, MacArthur atacó Mindoro, isla del archipiélago filipino situada a 500 kilómetros al noroeste de Leyte. La flota cumplió su objetivo sin oposición japonesa: sólo el impacto de un kamikaze contra el buque insignia Nashville, que quedó plagado de muertos y fuera de combate.
El desembarco se realizó con tal velocidad y sigilo que los marines no sufrieron ni una sola baja. Por el contrario, la flota afrontaría un tremendo tifón, que hundió tres destructores, destrozó 150 aviones y mató a más de 700 hombres.
Con la ocupación de Leyte y Mindoro, el archipiélago filipino resultaba dividido en dos partes: al norte, la isla de Luzón; al sur, las de Negros, Panay, Bohol, Cebú y Mindanao. Todas las guarniciones japonesas quedaban al alcance de los aviones con base en tierra de MacArthur, y Yamashita, acosado por todos los sitios y sin el apoyo de su flota, veía a sus fuerzas divididas en dos y se encontraba impotente para reforzar las guarniciones atacadas. Sería la isla de Luzón la primera en ocuparse y el golfo de Lingayen el primer punto de desembarco, allí donde los japoneses lo hicieron en diciembre de 1941.
El ataque fue precedido por una importante combinación de bombardeos, falsas noticias, amagos y acciones de las guerrilla filipinas, hasta que el 10 de enero de 1945 saltaron a tierra cuatro divisiones; como cuatro años antes los japoneses, sólo a 110 kilómetros de Manila.
MacArthur llevaba la operación con evidentes nostalgias y quiso evitar que los japoneses se refugiaran en Batán, por lo que ordenó otro desembarco para ocupar la península de trágicos recuerdos.
El lanzamiento de una división aerotransportada al sur de Manila precipitó el desenlace y comenzaron las rendiciones de destacamentos aislados. El general Yamashita ordenó que no se defendiera Manila. Pero el comandante naval, almirante Iwanachi, no obedeció.
Mientras en el mar los kamikazes,, los torpedos humanos y los hombres-rana japoneses llevaban a cabo un holocausto inútil, aunque costoso para la flota americana, Iwanachi llevó el mismo espíritu suicida a la ciudad. La fanática resistencia casa por casa destruyó Manila durante un mes.
Como años antes, la isla de Corregidor fue escenario de otra lucha encarnizada. La aviación arrojó sobre los japoneses que resistieron 3.128 toneladas de bombas, mientras la artillería de los barcos machacaba sus costas. A los lanzamientos de paracaidistas siguieron desembarcos con carros lanzallamas que tropezaban con la habitual resistencia, hasta que los últimos defensores se suicidaron volando un depósito de municiones.
Junto a Corregidor, tres islitas fortificadas (del Fraile, de la Monja y de Pulo Capelo) no pudieron ser tomadas, a pesar de los esfuerzos, y la Marina las quemó con su guarnición, mediante barcazas de combustible y granadas incendiarias.
A pesar de todo y de la resistencia que los numerosos destacamentos japoneses pensaban ofrecer en las islas, el camino de Filipinas estaba abierto y las autoridades filipinas tomaron posesión, mientras las noticias de las atrocidades japonesas en Manila llegaban a los Gobiernos extranjeros, que presentaron notas de protesta a Tokio.